lunes, 21 de abril de 2008

"Regresando de la muerte, una lección que nunca olvidaré"

Fuente Diario Libre
NUEVA YORK.-El viernes 11 de abril del 2008 a las 1:00 de la madrugada, no era el día que Dios me tenía reservado para terminar la misión que desde que nací me encomendó en este mundo.

Esa fatídica madrugada, podría decir sin temor a equivocarme que "me moría" y la situación de mi comatoso estado crítico, así fue refrendada por todos los médicos que me atendieron de manera rápida, agresiva, altamente profesional, con el más elevado grado de sensibilidad y, cumpliendo cabalmente el juramento hipocrático, dispuestos a salvarme primero y averiguar después.

Ese viernes, estaba más inquieto que cualquier día de la semana. El jueves 10, un extraño presentimiento, mezcla de sensaciones volátiles se apoderaron de mí y decidí por mi mismo que debía tomar un descanso hasta el lunes 14.

Apagué la computadora el jueves temprano en la tarde después de enviar las notas del día a los diarios en los que laboro. Todo aparentaba transcurrir "normalmente", hasta que el día siguiente en la madrugada, la "bomba de tiempo" que colgaba de mi organismo y que especialmente amenazaba mi corazón, hizo explosión en un lugar de la calle 145 y avenida Amsterdam que por razones profesionales no puedo identificar, donde me encontraba conversando con una amiga de antaño a la que tampoco puedo delatar.

Algunos tragos previos entre las 7:30 y las 9:00 de la noche de ese viernes, le abrieron el apetito y me dirigí desde el apartamento de una hermana mía a un restaurante de la avenida Broadway, donde como acostumbraba de vez en cuando, pedí un mondongo con tostones y un "Snapple" ice tea de dieta.

La comida, no me la estaba dirigiendo muy bien, por lo que me preocupé parcialmente, aunque no conferí mucha importancia, debido a que esa situación puede ser tan frecuente como el estrés.

En el restaurante vacilaba entre abordar un tren y llegar hasta el Village en la parte baja de Manhattan, área que me gusta disfrutar sobre todo en noches primaverales de fines de semana, volver a mi cuarto y ver algunas películas en alta definición o responder a la llamada de la amiga en referencia.

Opté por lo último y me dije que el cielo encapotado presagiaba una noche lluviosa y de tormenta de primavera, romántica, novelesca e inspiradora, especialmente para ponerme a ver las películas que estuvieran pasando a cualquier hora.

Abordé un taxi después de bajar algunas cuadras en la calle 172 y avenida Broadway hasta la 145 y Amsterdam. Luego de un buen rato, mi amiga me brindó un trago de whisky que acepté gustoso y hablábamos de pasados luminosos, etapas de frustraciones y futuros nebulosos. Nada de política, periodismo o deporte, porque esas son sus áreas temáticas más débiles.

El trago fue tan leve, rápido y poco deleitable que uno de agua se podría equiparar al de ese "Juancito el Caminador". Puse el vaso sobre una mesita que quedaba a mi derecha e inmediatamente me enderecé en el cómodo sofá, comenzó un leve, pero demoledor y extraño dolor de pecho en el lado izquierdo del cuerpo, cuyo impacto jamás había experimentado.

Entonces supe que se trataba de algo que podría ser fulminante y gracias a mis permanentes lecturas de diversos tópicos, identifiqué con estupor, que se trataba del comienzo de un ataque cardíaco.

Se lo comuniqué desesperado e insistentemente a la amiga que llorosa y preocupada, llamó tres veces al número de emergencia 911, donde preguntaron más detalles insulsos que los normalmente esenciales en estos casos y la ambulancia, llegó después que habíamos despegado hacia el hospital Presbiteriano en un taxi que tuvimos que parar nosotros mismos en la calle y bajo el intenso aguacero que ya al filo de la media noche azotaba con sus ráfagas de tormenta la ciudad.

Me detuve brevemente, sin dejar de agarrarme el pecho, alcé brevemente la vista al cielo y me dije que no era la mejor noche para morir, pero le pedí a Dios constructor y dueño absoluto de nuestras vidas que decidiera que ya estaba preparado para sus ocultos designios.

El taxista, con apariencia de un centroamericano inexperto, nos llevó por el lado opuesto de la emergencia y tuvimos que entrar por el hospital de niños a varias cuadras de distancia de donde debíamos haber llegado. Cada segundo que pasaba, el dolor en el pecho se hacía más fuerte, demoledor y puntiagudo. A pesar de eso, no estaba seguro de qué me estaba ocurriendo, hasta que ya en manos de un numeroso, formidable y muy diligente equipo médico, me dieron la infausta noticia: "Usted está sufriendo un ataque cardíaco en este momento", me comunicaron y todos tenían rostros largos y brumosos.

Era como si hubiera llegado a estrenar una funeraria. Gracias a Dios, pude mantener en estado de conciencia para poder responder las preguntas básicas y firmar un papel en el que se advierte que serás sometido a una cirugía de vida o muerte y que debes asumir el riesgo de morir o sobrevivir. ¿Qué opción había?, si no firmas, no te operan.

Después de esa primera fase, mi quijada comenzó a "desaparecer" virtualmente de mi cara y la cintura se iba desprendiendo como si hubiera estado pegado a mi cuerpo con un chicle que se derretía.

Pero aún así, trataba de hacerme el fuerte y pretendía mantenerme "lúcido", hasta que incluso pregunté a uno de los médicos que si me iba a morir esa noche. A nadie, le responden que sí, pero el estado crítico decretado, el intercambio de impresiones y la inyección de morfina que con tanta rapidez me pusieron, lo dijeron todo.

Se acercaba rápida y brutalmente el momento que pudo haber sido el estelarmente final de mi vida. Y fue entonces que uno de los médicos gritó a todo pulmón que debían ser llevado al quirófano. Escuché decir que no había tiempo para esperar una unidad de transporte en cuidado intensivo, ni una ambulancia que viniera desde el otro lado (el Centro de Tratamiento del Corazón) del hospital Milstein y salieron huyendo conmigo en la camilla a "mil millas por hora" como diría el lenguaje popular.

Atravesaron todos los pasillos y corrieron despavoridos por largos y estrechos pasadizos que unen las diferentes áreas del centro asistencial. No se detenían ante ningún obstáculo y las únicas palabras que yo atinaba a escuchar eran las de "¡corran, corran, más rápido!". Hasta que llegaron a la sala de operaciones.

El primer cateterismo lo comenzaron por una de mis tres arterias bloqueadas casi, diría yo, sin pensarlo, cuando terminaron, me preguntaron por mi estado, yo seguía conciente, les respondí que el dolor en el corazón se mantenía, pero que estaba disminuyendo.

Y se fueron dejándome por algunos minutos en observación en la camilla. Los siguientes minutos, fueron lo más parecido a lo absolutamente inenarrable. Transcurrieron menos de 15 minutos, cuando el dolor, ahora mucho más fulminante, regresaba queriendo arrebatarme la vida en el quirófano. Tan fuerte, que me dio la sensación de que me levantaba a unos dos pies de altura sobre el colchón de la camilla y que quedaba suspendido en el aire por breves segundos.

Cuando caí, sentí que la espalda se había quedado en otro lugar, un sudor frío que me bañaba de pies a cabeza, una fiebre altísima y los delirios propios de los moribundos, me vaticinaban que hasta ahí llegaría, pero sacando fuerzas de donde no las tenía, pude golpear el lado derecho de la camilla y moverla con tal fuerza que una enfermera que estaba concentrada en la computadora de la cabina, pudo escuchar el ruido, activó una especia de alarma y el equipo volvió a mi lado.

Seguía parcialmente conciente y quizás una especie de catalepsia se apoderó de mi, porque podía escuchar voces lejanas, pero no moverme, aunque estaba conciente de que el cerebro me funcionaba, por lo que aumentó al esperanza.

Uno de los médicos sólo dijo una frase: "Traigan el resucitador que el hombre se nos está yendo... tenemos que rescatarlo", luego de eso sentí dos golpes en el pecho con un objeto como eléctrico y contundente, cuyo efecto, me levanto nuevamente de la cintura hacia arriba y me devolvió la conciencia total.

El segundo cateterismo me fue hecho tras cinco horas y media y exitosa lucha por salvarme la vida. Pero todavía me quedaba una tercera arteria bloqueada, aunque ya esa no representaba el peligro inicial. Después de las siete de la mañana del sábado 12 desperté en la sala de cuidados intensivos con una cantidad de cables adheridos al cuerpo, careta de oxígeno, monitor del corazón y una sonda para orinar.

Y fue casi al mediodía cuando pude comunicarme con mis hermanas que viven cerca al hospital gracias a que todos los pacientes recluidos en intensivos del hospital Presbiteriano de la Universidad de Columbia, cuentan con servicio de teléfono gratis, además de televisión.

La evolución fue rápida, probablemente ayudada por el deseo de no morir en una noche lluviosa de primavera y las atenciones médicas, de las enfermeras y personal técnico de apoyo, pueden ser considerados la envidia de cualquier sistema de salud del mundo.

Desde allí, sólo pude comunicarme con mis hermanas y un amigo, únicos números que recordaba de memoria, debido a que mi celular no sabía donde había ido a parar la madrugada anterior.

El lunes me bajaron a una sala de recuperación en el quinto piso. Así, al igual que a cualquier millonario del mundo me trataron en el hospital Presbiteriano y sin saber en absoluto quien era yo. Lo supieron cuando al ver el volumen diario de visitas, un médico hispano me preguntó a qué me dedicaba.

Solidaridad y Cadenas de oración

Hasta que no me pasó, nunca pude imaginarme que me había ganado un aprecio tan sólido y solidario en el seno de la comunidad dominicana no sólo de Nueva York, sino de Estados Unidos e incluso Canadá y Puerto Rico.

La noticia se regó como pólvora y luego de que mis colegas Ricardo Paredes y Félix Jerez me pidieran autorización para publicar la historia, aunque con sus imperfecciones, las docenas de visitas y las llamas a la sala donde estaba recluido no cesaron nunca, aún después que los médicos decidieron darme de alta el miércoles 16 en la tarde y todavía las sigo recibiendo.

Quiero aprovechar el resumen de esta obligada narración para agradecer la preocupación de mi familia, periodistas, amigos, ex cónsules generales, vice cónsules, embajadores, ministros consejeros, predicadores, líderes y activistas comunitarios, sacerdotes católicos, reverendos cristianos, gente humilde de la cuadra donde vivo en el Alto Manhattan, de los directores ejecutivos y editores de los medios en los que laboro que desde la República Dominicana, siguen indagando por mi estado de salud.

¿El culpable?

Llegué al hospital con una explosiva combinación de niveles superlativos de diabetes, colesterol y presión arterial. "Cinco minutos tarde y usted estuviera maquillado", me notificó uno de los cardiólogos después que había rebasado el estado crítico.

El único culpable fui yo. Llevar un estilo de vida anárquico en cuanto a la alimentación, fumar durante 38 años y el descuido en el los chequeos médicos frecuentes especialmente en las áreas vitales como las afectadas, se convirtieron en la bomba de tiempo que finalmente hizo explosión.

Y aunque no soy asiduo bebedor, tomarme algunos tragos los fines de semana por décadas, produjo también su cúmulo negativo en la sangre. Ya esa etapa es parte del pasado.

Espero que al leer este escalofriante relato del protagonista de este capítulo de "muerte" y vida, haya servido de advertencia a muchos de los que como yo, sostenía que quizás cambiaría el estilo, cuando los médicos me lo recomendaran, pero se me olvidó que ellos existían y por ello ignoré por años, que era una especie de "cadáver" andante por las calles de Nueva York, en los aviones que me transportan de un sitio a otro y en los hoteles de los diferentes estados donde me hospedo cuando cubro eventos fuera de esta ciudad.

Ojalá que esta lección que la vida y la muerte me han dado, sirva como ejemplo para que otros, puedan evitarla con mucho más tiempo que yo, porque mi regreso de la muerte, es una lección que nunca olvidaré.


De Miguel Cruz Tejada

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